Gilipollas. Gilipollas es mi palabra preferida. La uso a todas horas, como un mantra liberador de tensiones y frustraciones. A veces la uso contra mí misma, contra un taxista que pita, contra la cara del idiota de turno que nos miente desde la tv. Gilipollas. Pero estos últimos meses se ha mezclado todo el rato en mis lecturas. Gilipollas este premio planeta, esta autora superventas, esta musa de legiones de seguidores que se sienten cultos, esta crítica que juega a las escritoras y se queda en chorro de bilis mal digerida. Gilipollas yo por leerlos, por perder el poco tiempo y las pocas neuronas que tengo.
Y casi había perdido la fe en la literatura cuando me salvó una oveja que resultó ser una cabra mirándome fijamente desde la mesa del café, medio sepultada entre el montón de mentiras que vomitan los periódicos a diario.
Confieso que al principio tampoco creí en Intemperie, que el primer contacto con el libro de Jesús Carrasco me dejó un poco fría.”Otro gilipollas que va de listo”, pensé antes de dormirme. Y la listilla gilipollas, como de costumbre, era yo, porque superada la desgana inicial de aquellas dos páginas, me absorbió su mundo seco y sin concesiones.
Intemperie es un relato iniciático, como tantos, en el que un niño se hace adulto a base de palos. La historia de un animalillo acosado que decide que ya está bien, escapar a su destino de sumisión para encontrarse con un mundo desierto, árido, donde se le niega lo más esencial. Ni dignidad, ni cariño, ni agua. Ni nombre siquiera. Un viejo, unas cabras, un perro son el único -y flaco- apoyo con el que enfrentarse a duras penas al enemigo y aprender la lección: la vida es una putada.
Y ahí fuera, la intemperie. La descripción del paisaje lo convierte en un protagonista más, en la fuerza que mueve los hilos de la historia. La sequía, el calor, el amarillo infinito de rastrojales hirvientes que priva de lo básico, donde solo puede brotar la violencia. Visceral, escatológica y bien contada violencia que mete al lector en un puño hasta el final.
Carrasco es de Badajoz, y quizás eso se nota en su conocimiento y manejo del ambiente y el léxico rural, y en una austeridad que le concede la palabra precisa, sin el exceso de artificio y el desperdicio de tinta y papel al que nos tiene acostumbrados la industria editorial actual. A lo mejor por eso las palabras de este libro suenan a clásico. Resuenan, desnudas a la intemperie.
Y todo lo demás son gilipolleces.