Un sábado. No uno cualquiera. Un buen sábado de otoño-invierno. Fuera llueve, pero el vino y los braseros calientan el comedor, y caras alegres, inmunes al mal tiempo, rodean la barra inmersas en mil y una conversaciones animadas, discusiones sin final o diálogos de amor. Voces, risas, tapón de fumadores en la puerta. Hay que correr, hacer equilibrio con la bandeja esquivando a dos enanos que entran sin mirar, buscando sus croquetas. Saludar, sonreír, cobrar, despedirse, tomar nota, tirar cañas y servir copas. Sacar cocidos y aceitunas, ensaladas y postres. A eso súmale alguna de esas discusiones barra-cocina/cocina-barra que hacen esto de la hostelería tan ameno y entrañable y cuando dan las cinco o las seis de la tarde no puedes más. Pero para entonces, todo se ha relajado un poco. Sales fuera, coges aire, te paras un poco a ver llover debajo de los soportales. Qué maravilla…
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